El otro día en clase de filosofía hablábamos de los límites.
Esas enormes murallas del pensamiento que nos mantienen siendo lo que somos y que aunque detestemos algunos, sin ellos nos sería imposible definirnos.
Decía, que nacemos desnudos y sin penas, puros, libres y que con el paso del tiempo vamos forjando miedos idiotas y ciertamente necesarios pero que consistía de nosotros ver hasta qué punto podían jodernos.
Hace unos días murió la abuela de un amigo de la familia, su velorio se realizó en el mismo lugar donde fue el de mi madre. De por sí con el tema de la muerte no me llevo nada bien y estaba aterrada de llamar y dar esas pequeñas palabritas de aliento que no sirven para un carajo pero en cierto grado sin ellas, el luto sería aun más solitario.
Postergue todo hasta que no pude más y llegó la hora límite. Era ahora o nunca y tenía la presión moral sobre mis hombros y el miedo delante de mí. Miedo a recordar, miedo al lo ya vivido. A los asientos de metal, a las flores sin floreros. A las caras rojas sin consuelo.
Justo luego de cruzar la calle y bendecir que no me llevó ningún carro, llega a mi el sutil e hiriente sonido de una sirena de ambulancia. Creí haberme librado de ellas pero aparece en el momento indicado para recordarme que todo aun está muy reciente. Casi quiebro en llanto pero debía seguir mi camino.
Llegué, hice lo que debía y me permití llorar oculta bajo otra defunción y el luto actual; hice algo que no me había permitido hacer en aquel entonces, fui débil, me dejé caer, me envolví en dolor y me desgarraba por dentro.
No duré mucho tiempo, nunca fui buena para ser pequeña entre la muchedumbre. Decidí caminar a casa, aun con los tacones puestos, nada podía dolerme después de ese momento.
Y mientras cruzaba el viaducto, la brisa me envolvía, me atacaba, me mareaba y mecía y sentía que era solo yo, atravesando a la vida con dos clap clap de paso. Me volví a partir en llanto y justo cuando creí que debía salir corriendo y ocultarme en algún escondite dentro del parque vi a la belleza del mundo quemarme los ojos...
No era más que la vida, en sí... Sólo la vida.
Sus colores, su gente y su caos vehicular. Su brisa, su viaducto, lo verde de los árboles, las trinitarias tornasol y la gente que camina y hace su vida sin pensar en la muerte.
Nadie espera en la parada pensando en el fin. Todos lo ignoramos y por fortuna, nos sorprende.
Y fue hermoso
Era hermoso.
Todas las canciones que puedo cantar y las que me faltan por saber. Todas las anécdotas que se recaudan al velar a un ser querido y cómo hasta las malas mañas se vuelven chistes entre lágrimas.
Sin embargo esta vez, me sentí unos 5cm más alta y juro que los tacones no tenían nada que ver.
Esta vez me sentí más grande, más segura, más libre y más enamorada de la vida... Sentí que había derribado una barrera enorme, una que no muchos logran hacerlo. Pude enfrentar un luto y acompañar bajo la medida que me fue posible. Pude regresar a ese lugar y sin verguenza llorar. Pude ahogarme con la sirena en lugar de pretender.
Fui pequeña y terminé con el pecho inflado.
Mi mamá estaría orgullosa.
A medida que crecemos creamos nuevos límites, por seguridad o miedos, o por ambas por igual, pero cuando uno de esas murrallas antepone nuestra comodidad a nuestra necesidad, a la urgencia, entonces creo que algo andaba mal.
Lamento la perdida de un ser querido, pero me dio el valor para afrontar que la muerte, es algo que debe suceder y no la negaré.
Me alegra comprobar que te creces en la adversidad. La muerte es mi enemiga, pero ya conozco el final de la lucha, como todos. Vive!
ResponderEliminarHola! no tengo los comzentarios activados pero espero que todo esté bien. Supongo que eso hacemos todos, "arroparnos hasta donde nos llegue la cobija"
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