Espero con ansias el día en el que los velorios pasen de moda y puedan las enfermeras olvidar el exigente protocolo de la muerte. Caminar hacia el altar no supondría entonces un paso a lo desconocido sino más bien un pequeño viaje a un museo lleno de esculturas anónimas.
Algunos nacieron con el corazón viejo, otros con el espíritu joven y en su mayoría pendejos, con la cabeza madura, llena de horrores.
Los cantos fúnebres convierten a cualquier delincuente en un ángel que el señor ha llamado al reino de los cielos. Parece imposible reunir a tantos amigos pero las lágrimas rojas de sus seres queridos no permiten diferenciar los rostros vecinos. Algunos llegan en sus mejores prendas, para recordar al resto de los presentes que el luto supone etiqueta. No todos son fanáticos del negro y los carros llenos de flores asemejan a las comparsas de carnaval.
Vamos todos detrás de la reina.
Explotan morteros despidiendo al soldado Brian. La viuda coge el pañuelo y lo arruga con toda su alma. No quedaron mosquitos que no aprovecharan para hacer de las suyas durante la velada. Qué pena que el cura olvidase su sotana.
Caminan todos en silencio, con la cabeza baja y resignada. En realidad no piensan en el muerto, sino en ellos. No es egoísmo, ni falta de amistad. Sencillamente que en los momentos críticos uno busca siempre la supervivencia animal.
La muerte es un miedo infundado por el riesgo que supone vivir.
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