Arribó a Buenos Aires en una mañana helada. No pidió taxi por tacaña. Se perdió en un bus y quedó varada en una plaza que sería desde entonces su punto de encuentro para con el mundo. Se sentó en el medio del tumulto e irguió un cartel donde decía con su temblorosa letra "Se leen cuentos, se enseña español y se regalan besos". Ya tenía laburo pero justificaba su acto de mendigo para cubrir los gastos del vicio al tabaco. Ahí fue donde conoció a todos los mal aspecto a quienes en poco tiempo llegó a llamar amigos. Lo hacía siempre. Dejándose encantar por cualquiera. Estuvo con uno que otro, no con todos. No quería ser la puta del lugar. Me invitó a su piso esa misma noche. Abrió el grifo de la cocina y enjuagó sus manos hasta los codos. "Lo malo de las duchas a media noche es que se despierta a los vecinos" -se dijo como para si misma- "me resulta ilógico no poder presentar una queja al condominio por los ronquidos. Pero no tuve opción, el acuerdo de hipoteca era aun más atractivo que esos comerciales de radio hechos canción".
Era tan dulce, con una piel tan tersa que al tocarla, las mismas manos resbalaban. Tan pequeña se veía entre mis brazos y tan inmensa sobre mi. Le besaba los muslos y reía. Le besaba la espalda y soñaba. Pero nunca cometí el error de besarle las mejillas... Corría el rumor que la humedad en sus pómulos traían consigo polillas de recuerdo del amor que nunca llegó a consumar. Así que intenté mantener la postura. Educación antes del azar.
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