sábado, 14 de marzo de 2015

Retrato de una despedida

Quería dejarme desde hace meses, solo le hacía falta una excusa... Y la encontró, se llamaba Carlos. Un joven bastante simpático que de haberlo conocido en cualquier otro escenario probablemente le hubiera odiado, pero dado el caso, no podía justificar su carencia de intelecto sin que mis reproches sean tildados por celos.
Ese es el problema con los amantes, nunca sabes si son honestos o solo buscan encantarte un poco más.
Siguiendo con el cuento, ella no lo necesitaba. Ya estaba lo suficientemente perdido entre sus cabellos como para creer que en realidad este joven representaba una amenaza. Podría jurar que convencerla sería cuento de hadas. Una rosa. Un baile. Un amanecer y ya bastaba. Pero mis esfuerzos fueron en vano. Las rosas lastiman. Tengo dos pies izquierdos y el laburo me deja lo suficientemente agotado como para no pasarme de las once.

La despedida no fue larga, ni ardua, ni siquiera un poco triste. En realidad sobró la diplomacia. Un beso en la mejilla. Un montón de promesas falsas. Cuando cerró la puerta me sentí aliviado de cierta manera, finalmente la había dejado, aunque fue ella quien se fuera.

Pasadas las horas aun me encontraba estático bajo el marco de la habitación. No quería moverme por miedo a despertarme, pero mis rodillas ya son viejas y me puse en cuclillas de forma que si llegaba de sorpresa, poder erguirme velozmente. No quería que sintiera lástima, viéndome en el piso, acabado.

Quería dejarla desde hace meses, solo me hacía falta una excusa... Se encargó de darme tantas la muy puta que no podía dejarla ganar. Así que me hice el fuerte y con un poco de vodka siempre las dejaba pasar. "Quizás la próxima" - me decía - "esta noche es demasiado fría como para dormir solo". Y así, envuelto en sábanas con la neblina entre los muebles, ella nunca llegaba. Sonaba el teléfono "Amor, salí con mis amigas".

Pasaban las horas, pasaban los días, pasaba el casero a cobrarnos la renta, pasaba su madre, paseaba al perro, pasaban las cosas que nunca tuve coraje de decirle y así pasaba y pasaba y me perdía entre los acres de su ausencia y cuando finalmente, con su frente en alto y convicción castrense, hacía acto de presencia en el portal. La había odiado tanto, tanto, tanto, que cuando la tenía en frente no podía más que abrazarla y decirle "Eh, me habéis hecho falta".

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