Es viernes y el sol no ha salido, el peso en mis pies declaraba mi derrota, mientras solo pensaba "debí hacer lo mismo".
Llego al salón, repleto de gente, en el hospital todos bailan a su propio ritmo. Las horas no son medibles, todos van y vienen en el sistema de caos que supone la duda.
Los doctores -si los vieras- llegan cual superhéroes gracias a la oportuna brisa del pasillo de entrada pero por alguna razón, la cual desconozco, todos se despiden con la frente baja.
¿Imagina usted que por un momento las enfermeras puedan olvidarse del protocolo que entonces supone la muerte?
Veo como sale la camilla, rechina, y sobre ella está postrada la representación física de mi seguridad, atada a un respirador artificial.
Veo como todos corren de lado y lado y en un inmute movimiento, me miran fijo a los ojos y entonces no necesité de nada más, había descubierto el lado oscuro del corazón.
En la sala blanca no se cuentan las horas, aun cuando un tic-toc insiste en despertar la locura. La impaciencia agota las uñas y para cuando llega el momento no hay filos para aferrarse a nada.
Por ende te dejas ir y ves como la felicidad también se va a su lado.
¿Haría alguna diferencia si les cuento que el hilo electrónico se desordenaba a medida que yo le hablaba?
Entre el limbo que separa este mundo con lo desconocido se encontraba en algún lugar de la frontera la musa de mis impulsos vikingos. Acompañada por séquito de escuálidas enfermeras cuyos rostros nunca conocieron la bondad, me entrego al abandono de todo lo material para encender las llamas de esperanza divina, pero no soporté la apología. Había convertido el pecado en un estilo de vida.
Sin Dios, sin amigos, sin cigarros y en mitad de la noche. El frío comenzaba a acecharme colándose entre las rejas y los vidrios de la ventana del 2do piso. Con los pies helados y las manos sangrando no podía hacer otra cosa que pedir indulto. Y se me fue concedido.
Asomaban los rayos del sol colados por las rendijas del techo. Desperté muerta de sed y de miedo. De pronto el mundo giraba, el frío se había marchado y comenzaban mis oídos a escuchar un ruido ensordecedor.
Era toda una plaga de paganos, acercándose a mi lado, tocándome, abrazándome, lamentándose en un intento de brindar consuelo.
¿Para qué lo quisiera yo?
Y entonces se acerca a mi esta señora, cuyo roce del tacón al suelo emitía un ruido tan desquiciado y tan solemne y escuadrándose tras su carpeta marrón dice: "por favor los familiares para despedirse".
Yo había dicho adiós un par de lágrimas antes.
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