Nos tomábamos la vida tan a pecho que hacíamos planes en París, New York y demás destinos elítescos.
Cuando la realidad golpeó nuestros bolsillos nos quedamos en el continente bajo la promesa de cambiar de acento más que para conseguir leche.
Tomó mi mano de entre la reja de mi casa cuando esta se había convertido en cuartel militar para con mis excesos y susurrando lágrimas entregó a mi el más preciado de los recuerdos. Tu y yo, cantando bajo la lluvia y cualquier otras desgracias. Desde entonces nunca tuvimos problemas con el mundo más que los que este tenía con nosotras, por el mero mero placer de exigirle al destino todo lo que nos engañamos de infantas.
Venía junto con ella una cerveza medio caliente de un bar decadente que prometía ser nuestro punto de despegue.
Mi mayor miedo siempre ha sido el que la dignidad acabe con nuestras facetas.
Tantas veces nos hemos dicho adiós que he perdido la cuenta, pero si le preguntan a ella seguramente les dará la dirección exacta de dónde fue la primera vez que perdí mis pantaletas.
Nunca tuvo pena en mostrar mis verguenzas como pequeñas girnaldas que decoran mi cabellera. Lo más hermoso es verla en arapos dispuesta a hacer de su vida una leyenda.
Esta noche me he dispuesto una nueva meta.
Planté colillas en el jardín de su residencia para que pudiera olerme cuando ya no estuviera.
Me ha matado tantas veces que celebraremos en acres de champang mis 30.
Reiremos por siempre aquella noche en la que con empujones comprendimos nuestras diferencias.
Yo aqui, ella allá, durmiendo, siempre cansada.
Ella allá, soñando en ser Romeo.
Yo acá, intentando parecer poeta.
Ella allá, como siempre la he querido, deslumbrando los secretos del universo y explotando por las verdades de la sociedad.
Yo acá, ella allá pero siempre tan cercanas,
perdí la cuenta de razones para odiarla que no me quedó remedio más que adorarla.
Dulces sueños señorita Londoño.
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