Siempre fui egoísta con los
recuerdos.
Había algo oculto tras registrar cada
acción de su día en cámara.
Más allá del amor por lo cotidiano,
era la esencia que nunca lograrás capturar si lo intentas.
Eso me encantaba.
Adoraba cada par de zapatos que
siempre creí fuera de moda.
Adoraba el hecho de que en realidad,
en sus armarios jamás existiría posibilidad de colgar mi ropa.
Adoraba sobre todas las cosas el
hábito que terminó en costumbre de conmemorar cada comida con vista al parque.
Es más común de lo que se cree la
gente que obvia lo que tiene.
De todas las cosas que pudiese citar
bajo recuerdo, la más fresca en mi memoria es la frescura de su cara.
Siempre el ceño cansado pero cierto
fuego en sus ojos… Como si bastase con una palabra mal pronunciada para
convertirla en lágrima.
Ese brillo a medio llanto siempre me
permitió reflejarme en su mirada.
Al principio era tan hermosa como él
quiso creerme
Y al final terminé tan fea como
siempre me creí.
El dolor del recuerdo no recae en el
pasado. Sino en la franca aceptación de que perdí algo que jamás tuve.
Y es una sensación tan agridulce y a
la vez, ciertamente complaciente.
Ayuda a aligerar las culpas del
querer que nunca se hizo cariño.
Es más común de lo que se cree la
gente que obvia lo que tiene.
Y yo ya lo he perdido.