Todo pasó tan rápido. Demasiado para mi gusto,
inclusive. Cuando me di cuenta, ya estaba partiendo lejos de aquí y a la mañana
siguiente estaba ahí. Busqué excusas para toparme contigo. O quizás toparme
contigo era la excusa para poder estar ahí. Una de dos. La segunda me suena más
sincera. La cosa es que, estuve ahí. Pasé, caminé, hasta fui feliz. Apenas
llegué a la estación sentí escalofríos. Quería llorar. No precisamente de
tristeza. Tenía miedo, miedo de toparme contigo, o mejor dicho, miedo de
toparme con el recuerdo. No tuve tiempo para pensar, estaba muy ocupada
pensando en verme fabulosa por si acaso llegabas a observarme pasar. Vivía una
película, juro que veía las cámaras cambiando de cuadros a medida que
atravesaba la calle. La forma en la que la gente me miraba, la forma en como
creía que lo hacían. Llegue al lugar que solía amar. No lo amé. Durante meses
soñé con ese momento y de pronto, de pronto estaba ahí fingiendo que me dolía,
dándome golpes imaginarios en el pecho porque no fue ni medio de lo que creía
que sería. Eso sí fue un poco triste, debo admitirlo. No duré mucho, quizás
cinco minutos como mucho. Me fui tranquila. Me fui sintiéndome extraña. Quería
amarte otra vez y no sucedió, no pude obligarme a hacerlo tampoco. Eso sí que
dolió, saber que no me dolió.
El
destino es una perra encantadora, que exhibe sus piernas en el bar sólo para
llamar la atención y es capaz de coquetearte y hacerte creer que tendrás una
noche inolvidable con tal de que pagues su cuenta.
Tenía
miedo de mi, miedo de quien sería yo si no pensaba en ti. Tanto me preocupé en
imaginar mi vida contigo que no noté como mi vida se seguía formando aún sin
ti.
No
sé si me hizo bien o mal, sólo sé que me hizo darme cuenta de que, era cierto
lo que decía cuando te odiaba por teléfono… Te amé tanto, que no me di cuenta
de cuando deje de hacerlo.
(Este es mi favorito de toda la vida.)
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